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¿Cómo es posible que los ciudadanos españoles, perpetúen con sus votos a políticos corruptos, dictatoriales y mentirosos? ¿Tan cobardes somos? ¿Tan envilecidos estamos?
España. Abrupto país cortijero, brusco en la respuesta, encuadre árido y mirada socarrona, lleva grabado en su genética, en lo más profundo de su ser la cobardía y el sometimiento, luego de un siglo de guerras civiles, la última todavía fresca en el recuerdo como ejemplo de genocidio consentido y nunca denunciado, durante cuarenta años de oprobio. País envilecido en su sangre derramada, este país aprendió e hizo suya una máxima feroz, o se está bajo el Poder o contra Él.
Así entendida la vida, resignada vida bajo la opresión, al menos bajo la bota, si te portas bien, sobrevives y si, además, ejerces la innoble tarea de la zalamería, la pleitesía, la reverencia, la sumisión, todo lo anterior recogido y anudado con la palabra humillación, si lo haces bien, si perseveras en la ignominia y el envilecimiento, entonces y sólo entonces, podrás medrar, escapar de la suela opresora y, a su sombra, convertirte a su vez en opresor, más virulento y feroz que ese Poder que te ampara. Sí, el virus de la trapacería, de la mentira, de la falacia, del servilismo abyecto hasta la ignominia, inoculado en territorios incultos y soeces, es la única explicación que se antoja al actual estado social y político español.
Porque si no, cómo explicar la batahola de desmanes, día tras día de políticos, banqueros, periodistas y sus respectivas cohortes de prosélitos sin que en este país, en esta España consumida por el latrocinio más fecundo, sus habitantes mantengan en sus sillones a todos aquellos que les han sumido en la ruina, en una ruina laboral, social, por no hablar de la, cada vez más frecuente, ruina humana.
¿Alguien puede explicarlo? ¿Hay alguien que sea capaz de entenderlo? ¿Cómo es posible? A lo mejor la preeminencia de una burguesía pacata, ruin, taimada e inculta, sea una de las respuestas; una burguesía que, a diferencia de la británica o por supuesto la francesa, nunca alentó ninguna revolución, nunca dio un paso al frente porque siempre estuvo escondida, y escondida sigue, presta siempre a recoger las migajas que el Poder, ese Poder bajo el que medran y moran, lanza de vez en cuando a sus bocas, mientras y ésta es su labor, retiene y maltrata al pueblo, al que sacrifica en aras de su amo. Siempre fue así y así continúa.
En el mosaico de los territorios que conforman este país, unión desigual de estados, las encuestas a diez días de las elecciones responden de manera fehaciente al sometimiento de muchos hacia el Poder ya nombrado. El muestrario es interminable; en Madrid, crisol de las Españas que dirían los voceros franquistas, Esperanza Aguirre, principio y fin de lo más gallardo de la bellaquería institucional, alberga serias posibilidades de alzarse con su alcaldía; en Valencia, la tierra de Cañas y barro, donde la ruindad y la alevosía te asaltan desde cualquier institución, Rita Barberá, la reina del caloret, pierde lo absoluto de su mayoría, pero mantiene la primacía y como ella, un buen número de regidores. ¿Cuánto más tienen que robar en la comunidad levantina para que sus habitantes digan basta ya? ¿Cuánto? ¿Otro aeropuerto, otra sumisa televisión, auditorios, teatros elefantiásicos que se caen a pedazos?
O en Andalucía, donde la señora Díaz, cual primera corista del Moulin Rouge, tras su descenso triunfal por la escalera de la prepotencia, en la noche de su triunfo electoral, se atreve a culpar, ahora, de la ingobernabilidad de su parlamento a sus opositores. Tendrá Monago, esa rareza popular extremeña que realizar más viajes a Canarias, o a otros destinos más lejanos aunque sea en bicicleta, a costa de nuestro dinero, para que los sufridos extremeños, esos santos inocentes, echen del palacio emeritense a ese dechado de marrullerías.
No nos olvidamos de María Dolores de Cospedal, no, la mujer diferida, efigie farfullante, la emperatriz de Castilla la Mancha, la misma que cerró centros de salud, retiró médicos de urgencias, recortó sueldos o privatizó diferentes bienes públicos. Serán capaces los terratenientes castellanos, esa burguesía rural de molino, olivo y viñedo de conservarla en el altar toledano, mientras ella se encomienda a la virgen de Illescas.
Alzarán de nuevo los catalanes al clan Pujol Ferrusola y a su mayordomo Artur Mas, sobre el cuatribarrado escudo de la Generalitat para acercarlos al cielo monetario andorrano.
Seguirá ese Bárcenas patibulario, administrador de bienes sin cuento, anotando en su ajada libreta, gastos y sobornos, viejas cuentas oscuras de querencias nunca bien atendidas ni cobradas, cual decimonónico tratante de ganado castellano.
Seguirá ese Bárcenas patibulario, administrador de bienes sin cuento, anotando en su ajada libreta, gastos y sobornos
Y ya que volvemos a Madrid, a la capital del Reino, seguirá el señor González, don Ignacio habitando áticos de tenebrosa factura mientras los socialistas de Ferraz, mudan candidatos con el dedo, técnica grosera y dictatorial, nunca olvidada.
Por no hablar de la docta vicepresidenta del Gobierno, vendida al mejor postor político, insultante en su mirada, desdeñosa con el oponente, siempre violento el gesto al terminar su diatriba, su dedo acusador, cual dardo dirigido siempre contra su interlocutor.
Periodistas vociferantes, imbuidos siempre de sus particulares razones serviles hacia el Poder, ellos también bajo su sombra. Indas, Marhuendas, Ferreras o Cebrianes, grandilocuentes inquisidores que de todo opinan aunque de nada saben, gacetilleros dominicales en defensa fraudulenta de lo ya establecido. Maloliente fraternidad, la carnaza de la podredumbre es su objetivo, nada podemos esperar, vendidos como están al lustre de la bota, esa bota de alta caña, militarista y emboscada que, de vez en cuando, entra de nuevo en campaña, su campaña de escaramuzas y ataques, siempre la Patria, palabra de extraña comprensión en el punto de mira de su fusil.
Y sobre todos la alta burguesía, del color que sea, sea heredada o adquirida, esa que anuda el cordón de la bota; ese Aznar, emperador del lado oscuro o González, sabidillo y montaraz en sus consejos.
Y yo, y nosotros, el pueblo, como clamaban los alemanes ante el muro berlinés, siempre bajo el tacón, mendigos harapientos que apenas alzamos las cejas, gesto de indiferencia, hastiados como estamos, nosotros también asumimos y asentimos, cómo no, aún nos queda mucho que perder. Yo, miembro del pueblo, esclavizado por las magras protecciones estatales, mi pensión, mi subsidio de paro, esas múltiples prestaciones miserables que me atan y sojuzgan al Poder; también yo soy un pusilánime, escondido bajo la bota, sin asomar apenas la cabeza, cual tortuga antediluviana que sólo mira por su bien y sus miserias.
Me enseñaron en la escuela, como a casi todos los sesentones, una poesía, La canción del pirata, del ilustre Espronceda; canto utópico de bravías y libertades, en la creencia de que el pueblo español es osado y atrevido. Craso error, más les valiera habernos enseñado, a nosotros, a nuestros hijos, otros versos, no por sabidos, entendidos. Luis de Góngora y Argote nos dibujó con excelsa pluma, en aquel siglo de Oro, en un tiempo paupérrimo y obsceno para nuestros antepasados, nuestra mísera condición servil.
“Amarrado al duro banco
de una galera turquesa
ambas manos en el remo
y ambos ojos en la tierra…”
Así principia el poeta su obra, ese relato de esclavitud, pero será su estribillo, peor conocido que los primeros versos el que nos aclare nuestra conducta, cuando atacada la trirreme por las naves cristianas de sus compatriotas, el galeote colabore en la defensa de su opresor con su esfuerzo, ante el temor inmediato del látigo del cómitre.
“¿De quién me quejo con tan grande extremo
si ayudo yo a mi daño con mi remo?”
Poco más puedo añadir, amarrado como estoy al remo de mi galera.
12 de mayo de 2015.
Así entendida la vida, resignada vida bajo la opresión, al menos bajo la bota, si te portas bien, sobrevives