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Abordemos con júbilo el tren del tiempo y disfrutemos del más sublime viaje, cuyo boleto de ida está totalmente asegurado hasta la próxima estación
Aquel seis de enero un invitado muy especial de escaso cabello emite un chillido de aceptación, integrándose lentamente al salón de baile y sus pasitos comienzan a evolucionar hasta lograr la ansiada verticalidad, que muy pronto lo conducirá felizmente por los caminos de la vida.
Entre gritos de alegria, el tren primaveral inicia el recorrido y a través del vidrio trasero miro con desdén un fantástico e inocente pasado que se difumina en medio de una densa neblina, pero una bulliciosa estación me regresa de nuevo al presente.
Mezclado entre un ejército de chicos estirados de escasas barbas y punteados bigotes con voces que hacen retemblar todos los objetos sólidos que se encuentran en derredor, disfruto del romance, la diversión y la estruendosa música que me hace saltar de contagiante alegria.
De pronto en un pestañar me siento atrapado en medio de la candorosa primavera y el gélido otoño, dejando muy distante la locura juvenil. Mis sienes son plateadas y gruesos cristales dan luz a mis ojos, además mi abdomen crece a la par de las emociones, !Dios, estoy a un paso de la senectud!
Me contemplo frente al espejo y mi otrora frondosa cabellera y dentadura han desaparecido por completo, trato de alejarme rápidamente de mi distorsionada imagen, pero mis piernas ya no obedecen, puedo entender que el ciclo está comenzando a cerrarse.
Acompañado de mi inseparable alegria me acerco al centro de la sala para improvisar un baile por mis setenta y un años de existencia, mientras tarareo al ritmo del precioso vals «Las cuatro estaciones» de Vivaldi, hasta caer completamente exhausto en mi viejo sofá.
Autor: Alfredo Pirela Velásquez