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¿Hasta qué punto influyen nuestros hijos en las compras que realizamos? Comprar ya no es, ni mucho menos, una prerrogativa de adulto. El poder de influencia de los niños y preadolescentes en las adquisiciones familiares crece de manera sostenida. Se trata, sin duda, de una consecuencia del más del modelo predominante de familia democrática, donde todos y cada uno de los miembros -independientemente de su edad- tienen voz y voto. Esta forma de organizar las relaciones familiares hace que los hijos lleguen a involucrase en las compras de todo tipo. Antes se consideraban elecciones adultas, impensables para un niño; ahora en muchas familias lo que resulta impensable es dejarlos al margen. Esto no sería un problema si no fuera porque esta democratización familiar suele, en demasiadas ocasiones, caer en el modelo familiar permisivo, en el que los niños crecen en el convencimiento de que tienen todo el derecho a decidir sobre el gasto y la economía familiar, en muchas de esas rabietas públicas que sufren algunos pequeños subyace este concepto del consumo. En este orden de las cosas no nos debe extrañar que sean los niños las dianas hacia las que apuntan muchas campañas publicitarias. Las empresas conocen su poder de decisión en el ámbito familiar y también conocen que se trata de los miembros de las familias con menos nociones de economía y más comportamientos consumistas. Muchos de esos niños ya no sólo opinan sobre las galletas sino también sobre el móvil o las vacaciones, así como en un buen número de los productos del mercado, ropa, juguetes, calzado, comida, etc., provocando situaciones de conflicto en el seno de la familia, con los padres, con los hermanos. La presión infantil y preadolescente sobre el consumo familiar se acrecienta y cada vez procede de pequeños de más corta edad. Esta conducta hiperconsumista requiere de un control que los padres deben imponer, lo cual no resulta sencillo si el aprendizaje del consumo proviene de un acto de compensación, por ejemplo de padres que pasan poco tiempo con sus hijos, porque como adultos tenemos comportamiento consumistas igualmente desadaptados o porque rodeamos nuestra responsabilidad educativa y nos sometemos al chantaje de los comportamientos disruptivos de los más pequeños de la casa.