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Dos días duró la efervescencia provocada por la dimisión de la política de Soraya Sáenz de Santamaria. Muchos tenían verdaderas ganas de verla desaparecer del Partido Popular
Dos días duró la efervescencia provocada por la dimisión de la política de Soraya Sáenz de Santamaria. Muchos tenían verdaderas ganas de verla desaparecer del Partido Popular.
Soraya no ha querido atender las peticiones de concordia de Casado, el nuevo presidente Popular que la desbancó en las primarias. Ella no comparte poder. Habiendo sido vicepresidenta de gobierno y mandamás en la práctica por delegación del inane expresidente Rajoy, no está dispuesta a ser una congresista más de esos que no ocupan asientos preferentes en el parlamento.
Y es consciente de que no tiene ni la confianza ni el cariño de muchos compañeros de partido. En el momento en que ella perdió contra Casado, muchos tuvimos claro que abandonaría la política para seguir otros bien pagados caminos en cualquiera de esas empresas que suelen acoger a quienes les han servido bien desde el poder político. Un corrupto caradura, precisamente del PP, me dijo hace algunos años que “fuera del partido hace mucho frio”. Pero eso solo vale para los parásitos que viven de la política y venden sus almas a sus líderes porque no tienen otra preparación profesional con la que defenderse en la vida. Tampoco sirve para los políticos de renombre que tienen asegurado su retiro a base de abusivas pensiones públicas y regalados puestos de dirección en empresas estatales o multinacionales corruptas. Y Soraya no es de los primeros. No es un simple concejal municipal o un diputado provincial de cuarta fila de un parlamento autonómico. Ella ha tenido poder, y lo sigue teniendo en parte, precisamente por lo que sabe y calla. Así que puede permitirse desaparecer de la política sabiendo que su futuro está económicamente asegurado.