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Así fue la orden policial que provocó la matanza del 3 de marzo, en Vitoria hace 40 años. Era una iglesia de Gasteiz, donde había una asamblea para informar de los acontecimientos de la huelga que ya llevaba dos meses.Y así fueron esos tiempos inoldables
Así fue la orden policial que provocó la matanza del 3 de marzo de 1976 en Vitoria de la que hoy se cumplen 40 años. Era una iglesia de gasteiz, donde había una asamblea para informar de los acontecimientos de la huelga que ya llevaba dos meses y aquello -demanda de subida de salarios- empezaba a tomar visos «políticos» y cuasirrevolucionarios. Algo que medio muerto el Caudillo -«pesado esputo que la sangre no borra», verso de Neruda- no se podía consentir, había que dar una lección a la clase obrera: «si desalojan por las buenas, vale; si no, a palo limpio. Sacarlos como sea», se escucha antes del «gasear la Iglesia».
Resultado: cinco obreros asesinados y más de cien heridos. La justicia militar ni reconoció que se trataba de «homicidios» (un grado menor al de asesinato), y no encontró culpables. Caso archivado. Que para eso ganamos la guerra. Y ha tenido que ser una juez argentina, María Servini, quien solicite la extradición del exministro Martín Villa por los «sucesos de Vitoria». Otra que no sabe quién ganó la guerra.
40 años desde esa demostración de genuino terrorismo de Estado como fue el tiroteo indiscriminado sobre la multitud para infundir miedo y pánico, y eso es terrorismo. «La calle es mía», dijo Fraga. Sabía lo que decía este fascista.
La «modélica» transición jamás exigió responsabilidades por los crímenes fascistas; jamás se depuraron los aparatos represivos del Estado ni a sus torturadores, al revés, se les ascendió en «democracia». Una transición sin ruptura democrática que costó la muerte de 600 antifascistas que no gozan de vampíricas «asociaciones de víctimas del terrorismo» y en la que los partidos políticos tuvieron que pasar por lo que entonces se conocía como «ventanilla» -una especie de Ley de Partidos- para ser «legalizados», cosa que los fascistas disfrazados de «demócratas» no tuvieron que hacer. No eran los fascistas sino los demócratas quienes tenían que pasar por ventanilla para demostrar que eran «demócratas». Dirán que exagero, pero era así. «Asesinos de razones y de vidas/ nunca tengáis reposo a lo largo de vuestros días/ y que en la muerte os persigan nuestras memorias» (Lluis Llach. «Campanades a morts», escrita la misma noche de la masacre).
Han pasado cuarenta años desde la masacre de Gasteiz, de aquellas luchas obreras que nos convulsionaron. El PTV (Pueblo Trabajador Vasco) que la izquierda abertzale puso en la vanguardia de las acciones reivindicatorias, adquirió visibilidad y protagonismo. Su organización, su compromiso fue también la del enemigo de clase al que, 40 años después, hay que recordar.
Uno. La organización obrera surgió de la solidaridad con los trabajadores de Forjas Alavesas y otras empresas que negociaban su convenio. Una huelga general paralizaba Gasteiz y varios miles de trabajadores se dieron cita en la parroquia del barrio de Zaramaga. La Policía Armada (los grises), siguiendo instrucciones superiores, realizó una acción de guerra en tiempos que se decían de paz. Lanzó gases lacrimógenos y botes de humo en el interior de la iglesia y cuando los obreros encajonados intentaron salir al exterior, fueron recibidos a tiros, abatidos como conejos.
Dos. El balance en Gasteiz fue de cinco muertos y más de un centenar de heridos. Los fallecidos: Romualdo Barroso (19 años), Pedro María Martínez Ocio, Francisco Aznar (17 años), José Castillo y Bienvenido Pereda. El 8 de marzo en Basauri y en una manifestación de protesta por los sucesos de Gasteiz, la policía mataba a Vicente Antón Ferrero, de 18 años. El día 5, en Tarragona y en una manifestación en protesta por la masacre de la capital alavesa moría, tras caer o ser arrojado de un tejado cuando le perseguía la policía, el obrero Juan Gabriel Rodrigo Knafo, de 19 años. El 14 de marzo, en una protesta por las muertes de Gasteiz frente a la Embajada española de Roma, la policía italiana disparó fuego real contra los congregados matando a un viandante, Mario Marotta e hiriendo gravemente a otros dos.
Tres. La respuesta del Estado español fue de reafirmarse en la actuación de sus policías. Para el gobernador civil de Araba, Rafael Landín, la «represión de la policía ha sido en algunos momentos insuficiente» lo que corroboraba la nota oficial del Gobierno de Arias Navarro: «La actuación de las fuerzas del orden ha estado encaminada a proteger el ejercicio de las libertades individuales». Como en el golpe de Estado de 1981 con los números de la Guardia Civil, ningún agente policial, según típica versión de la llamada Transición ha disparado, los que pudieron matar obreros, estaban entre los manifestantes. No hubo ningún gris imputado. Todos salieron blancos.
Cuatro. En consonancia con el apartado anterior de impunidad, palabra que desde entonces salió de los diccionarios para campar en las calles del Estado español, los únicos culpables y detenidos fueron aquellos que la Policía señaló como dirigentes obreros, que ingresaron en la prisión de Carabanchel: Imanol Olaberria, Jesús Fernández Navas, Juanjo Sebastián y Emilio Alonso. Otros en Langraitz. Las víctimas fueron encarceladas y los verdugos, compañías acantonadas en Miranda, Valladolid y Gasteiz, felicitados por haber eliminado la amenaza obrera.
Todos los protagonistas de esos capítulos de la llamada transición están aquí citados
Cinco. La supuesta amenaza y el interés por atemorizar a los trabajadores y a los sectores populares no fue una típica bravuconada ibérica, la recogió el Estado invasor y la cumplió a rajatabla. En los dos meses siguientes, los agentes policiales y similares mataron a dos carlistas en Jurramendi, a Felipe Delgado en un control en Zestoa, a Alberto Soliño, en el festival de la canción vasca en Eibar, mientras una bomba abandonada por el Ejército hispano en Urbasa mataba a cinco vecinos de Etxarri Aranatz. Amenazaban con seguir matando y lo hicieron. Funcionarios del Estado.
Seis. Pero los responsables de la masacre tenían nombres y apellidos a pesar de que el pueblo los llamaba hijos de p. El director de Seguridad del Gobierno español era Víctor Castro Sanmartín, presidente de la Hermandad de la División Azul (españoles con Hitler en la URSS, comandada por el general Muñoz Grandes), protagonista de las negociaciones entre Franco y el general Eisenhower para comprárselas bases militares en España. En 1976, tras los sucesos, Sanmartin fue destinado al CESID (servicios secretos), como jefe, claro está. Su adjunto era José Antonio Zarzalejos Altares que recibió como premio el Gobierno Civil de Bizkaia, de donde dimitió más adelante por la legalización de la ikurriña. Zarzalejos Altares, sin embargo, fue nombrado fiscal general del Tribunal Supremo ya en la época del PSOE. Fue muy complaciente con los GAL, haciendo honor a su currículo. Con ayuda de Barrionuevo y sus adláteres. Sus hijos también fueron y son sonoramente montaraces. Uno, José Antonio, director de ‘El Correo’, ‘ABC’ y hoy en ‘El Confidencial’. El otro, Javier, secretario general de Presidencia en el Gobierno de Aznar y hoy presidente de la Fundación ultra, FAES.
Siete. Con el poder mediático controlado y los obreros tachados de delincuentes, terroristas y vándalos, el Estado ató la tercera pata, la judicial. El TOP (Tribunal de Orden Público, antecedente de la Audiencia Nacional) se desinhibió de los sucesos en favor de un tribunal militar, cuyo instructor fue el teniente coronel Cipriano Pérez Trincado, voluntario requeté en 1936, relator de su particular «cruzada». Trató a las víctimas como entonces, enemigos. Los hechos fueron sobreseídos. Matar obreros era gratis.
Ocho. Los responsables políticos de la masacre son recordados, en esa construcción vergonzosa del relato, como pro-hombres de la España moderna. Arias Navarro era el presidente del Gobierno. El Carnicero de Málaga le habían apodado, responsable de la ejecución de 4.500 republicanos. Hoy tiene nombre de parques, calles, su familia mantiene un marquesado y grandeza de España. Su sucesor, el que ocultó la masacre, que se jactaba de no haber leído jamás un libro, ha sido elevado recientemente a los altares. Todos habían sido nombrados por el Borbón restaurado que tomó el nombre de Juan Carlos I.
Nueve. Eso por no hablar de Fraga, ministro de Interior entonces, mentiroso compulsivo, que no sabía donde esconder la nariz y la metía donde pudiera envenenar algo, : «Aquí, no se van a tolerar planteamientos utópicos». «No fue, las fuerzas del orden, una actuación excesiva, se estaba jugando mucho». Martín Villa, el ministro de Relaciones Sindicales (los sindicatos estaban ilegalizados) llegó a suceder a Fraga, y se metió luego empresario, de la marca España: Sogecable, Endesa, Prisa y después consejero del Sareb, el banco de los morosos. Desde 1964 con chófer oficial.
Diez. Jesús Quintana, el capitán de la Policía Armada, que dirigió la masacre, señaló en la causa abierta que los obreros muertos estaban bien muertos, porque la Policía actuó en «defensa propia». No hubo, sin embargo, policía herido por arma de fuego, ni siquiera por arma blanca. Quintana, a quien Interpol pidió la detención y extradición, vive en Granada y, como jubilado da extensos paseos, paradoja, por el parque García Lorca, cerca de su domicilio.
Once. Los empresarios alaveses, que presionaron para que los salarios fueran congelados, para escarmiento de los obreros rebeldes fuera de esos que hacen época y marcaran a toda una generación de trabajadores, no aparecen hoy en las crónicas históricas. Impunidad. Los empresarios hay que recordarlo se negaron entonces rotundamente a cualquier la negociación, y aparecieron después como paladines del acuerdo. Nombraron a un mediador vallisoletano que llevaba en Gasteiz varios años como juez de instrucción, Juan Bautista Pardo García. Pardo sería, ya en 1989, el primer presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco.
Doce. En esta reconstrucción de un relato oficial, de una desvergüenza supina, como esas excusas utilizadas para evitar el título honorífico a Lluís Llach, la apología del crimen ha sido excluida. Y, nuevamente, las víctimas han sido relevadas de su categoría. La justicia española y sus aparatos hacen caso omiso a Interpol. Y la policía autonómica fue capaz de disolver la manifestación de aniversario del 3 de marzo de 2006, hacer tres detenidos e imputarlos por «atentado». Por cierto, los ertzainas robaron a los manifestantes la ikurriña que abría la protesta. La Ertzaintza envió las imputaciones «por enaltecimiento del terrorismo» a la Audiencia Nacional, que las rechazó. Sería un juzgado ordinario de Gasteiz el encargado del caso y tres años después absolvió a los imputados. El responsable de aquel desaguisado, el consejero Javier Balza, tuvo un recorrido similar al de Martín Villa, pero a lo «euskal style»: Caja Vital, Uría Menéndez Abogados, Iberdrola… Pago por servicios prestados.
Han pasado 40 años de la masacre del 3 de marzo. Cuatro décadas. En esa construcción del relato, la víctimas siguen sin recuperar su lugar. Los verdugos, en cambio, engreídos, vanidosos, refugiados en su eterna impunidad. Pero para la historia de Euskal Herria el 3 de marzo será un Día de Recuerdo.